El músico que ayer fui

En memoria de Jaime Llano González

Tengo intacta la imagen de Jaime Llano González interpretando con serena majestuosidad cada nota del repertorio de música colombiana, que exhibió, casi que para mi exclusividad, una noche de jueves en la televisión nacional.

Lo recuerdo tocando con postura. Con su espalda recta, su rostro inexpresivo y sus ojos clavados sobre el teclado del órgano Hammond al que le supo sacar todos los sonidos colombianos. Rígido se mostraba el Maestro Jaime Llano, como el atrevido hombre que desafío al instrumento, al formato tradicional y a los esquemas costumbristas de la música colombiana para dejar una huella que nadie fue capaz de borrar, ni de superar, ni siquiera, creo, de imitar.

Días después de aquel programa musical nocturno, me encontré con su rostro de frente. Con la misma seriedad de su presentación televisiva, sus ojos me miraban como desafiando al niño que yo era. Su fotografía era la portada de uno de los tantos LP que configuraban la discoteca de mi padre. En la contra carátula la imagen la ocupaba un aparatoso instrumento de tres teclados integrados en un solo cuerpo que se me dibujaba como un tesoro por descubrir.

A mis once años me dejé fascinar más por lo curioso de aquel extraño piano, que por la música del que ya era considerado para esa época como un Maestro en la interpretación de los aires nacionales.

Con las imágenes acumuladas, un sábado de juegos infantiles, me senté frente al tocador de mi madre. Las tapas de los esmaltes me sirvieron para imitar los botones del órgano. La talla del filo del mueble se me asemejaron a las teclas y en el espejo ubiqué unos papeles con grafías que simulaban notas musicales en lo que para mí eran pentagramas con sus líneas, espacios y compases. En la imaginación sonaba la música que hacía el Maestro Jaime Llano. El viaje me trasladó a los escenarios de la fama musical, cerré los ojos y solamente me despertó de la levitación la ronca voz de mi padre.

-¿Quieres aprender a tocar piano?, preguntó

-No, órgano, como Jaime Llano González – le respondí, sin duda alguna.

-Bueno, ¿pero te comprometes?

-Sí señor.

Estaba comenzando mi sexto grado de bachillerato y semanas después ya estaba con mi cuaderno de partituras asistiendo a mi primera clase de órgano eléctrico con la profesora Yolanda Marín, quien se constituyó en una formadora de niñas y niños inquietos por la música durante muchos años. Las clases las recibíamos en una salita de espera en el segundo piso de la sede administrativa de La Ciudad de los Niños, un Centro Pedagógico que resultó ser de lo más alternativo para la educación de los 80 en medio de un Ipiales convencional y metódico.

Recibía las clases con el compromiso adquirido, pero no había órgano para ensayar durante los días muertos. Volvía entonces a fijar mis ojos en los álbumes del Maestro Jaime Llano, a contemplar con anhelo al piano eléctrico que se fijó con las mismas ganas de contar con un juguete de semejante tamaño. Apuré, incluso, a acompañar sin chistar a mi madre a las aburridas compras en Tulcán con el único propósito de ver en la vitrina de un almacén el instrumento musical de mis sueños.

Desconozco por completo qué esfuerzo económico o qué trato hicieron papá y mamá para lograr que un viernes en la tarde, cuando la música sonaba a todo pulmón en la sala de la casa, llegara como un regalo sin empaque el órgano eléctrico Yamaha que me acompañó desde ese día hasta que los sueños por la música se dispersaron por culpa de la escritura, los documentales y la dispendiosa tarea que significaba trastear el inmenso mueble a cada lugar donde empecé a vivir.

Me convertí entonces en el anfitrión musical de la casa. Era una dicha madrugar para despertar al cumpleañero o cumpleañera de cada mes, ya no con el disco de 45 revoluciones, sino con mi interpretación del "Happy birthday" o de “Las mañitas”. De un viaje a Medellín mi madre me trajo un libro rojo de partituras de música colombiana y aún la recuerdo llorando conmovida por la primera vez que toqué para el día de la madre mi versión de “Antioqueñita”.

Papá me insistía en que tocara para él “México, lindo y querido”, y se hicieron costumbre las serenatas, las novenas y las celebraciones decoradas con los sonidos de mis manos musicales. Durante noches enteras luché para lograr descifrar las notas del tango gardeliano “Adiós muchachos”, que sirvió como mi carta de despedida musical en la ceremonia de graduación de la promoción de 1991.

Lo aprendido en mis clases de solfeo, de armonía y melodía, me sirvió para ganarme unos pesos en los primeros semestres de universidad. Serví como músico para decenas de misas, matrimonios y después del silencio supe que una vecina de la torre de apartamentos donde llegué a vivir, se lamentó con melancolía porque se interrumpió el arrullo musical de las tardes que dedicaba a mis ensayos.

Se ha marchado el Maestro Jaime Llano González. Acá me quedo con el agradecimiento convertido en relato. Su imagen, su concierto, su labor, su ejemplo, se convirtió en influencia para despertar el músico que ayer fui. Surgió con su fotografía plasmada en las carátulas de los LP el desafío por aprender, por descubrir el mundo de la música.

Desde ese lejano contacto se abrió una gigante puerta que significó entrar a conocer de ritmos, géneros, melodías, sabores, sinsabores, tangos, pasodobles, milongas, rumbas, pasillos, valses, marchas, bambucos y sonsureños que ya no interpreto con mis manos, pero que sí son degustados por el oído que en mí despertó la admiración por Jaime Llano González. ¡Adiós Maestro!