Las fábulas (que no son fábulas) de La Yaya

Aunque era un vejigo que gustaba de escuchar embelesado los cuentos de abuelo Pito, Fidelito se daba cuenta de que aquel basurero lleno de latas viejas, botellas rotas, tarecos y churre les había robado el mejor sitio del caserío, justo debajo de las matas más frondosas, que daban los mangos más dulces del mundo.

Pero, entonces, a nadie se le ocurrió que había que limpiar la arboleda, y el basurero, como el olvido, se hizo más grande.

Abuelo Pito le había contado cien veces la historia del batey, unas pocas casas construidas a la vera de la Carretera Central, que comenzó a crecer a partir de cuatro familias haitianas, gente humilde y laboriosa que trabajaba para el colono Bautista Duménigo. Fueron ellos los que trajeron la primera postura del árbol conocido como yaya para usarlo en ungüentos medicinales y cocimientos. Así le nació el nombre a la comunidad y, después de eso, no hubo convención de toponimia que pudiera quitarlo.

A La Yaya se va porque se va. No es de esos lugares a los que uno le pasa por el lado y lee en las vallas de carretera el nombre con una raya roja que indica que se acabó el pueblo. Siete kilómetros antes de llegar a Gaspar, en dirección de Oeste a Este, hay que entrar por un trillo ancho, moldeado a fuerza de carretones y algún que otro camión. Una vez arreglaron los viales, pero ni el remiendo fue de calidad ni se cuidó como debía. En ambos lados del camino se empinan arecas y árboles de sombra, y una siente que es bienvenida, aunque no lo pueda explicar.

Si ya el basurero no se enseñorea como un búcaro ruinoso en el corazón de la comunidad es porque Fidelito, ahora con 28 años y sin los cuentos del abuelo para embelesarlo, decidió un día reunir a la misma gente que lo había elegido como delegado de la circunscripción y plantearles un desafío: "caballero, tenemos que limpiar esto y cambiar las cosas por nosotros mismos". Eso fue en abril de 2015.

Nadie como él sabía que a La Yaya le hacía falta un rabo de nube que se llevara la terrible parsimonia de los sábados por la tarde, la transfusión de alcohol en vena que deja anémicos a los bateyes, el desfile de muchachos imberbes por la orilla de la Carretera Central en busca de alguna diversión que maniatara el aburrimiento, las insatisfacciones hijas de la escasez y la ausencia de, al menos, un columpio para balancear las penas. El problema era que no tenía nada que prometer, más que trabajo y trabajo.

A Fidelito lo eligieron delegado de circunscripción no porque nadie aceptara el cargo, sino porque el muchacho, a sus 28, tenía el carácter de un hombre viejo, serio y respetuoso, de esos que te aprietan fuerte la mano cuando saludan y hablan con cadencia, pensando muy bien las palabras. Asimismo, porque su padre ocupó igual responsabilidad durante tres mandatos y hay cosas en la vida que se heredan por mérito y no por sangre.

En noviembre de 2015 la idea inicial de transformar la comunidad empezó a tomar cuerpo, después de que pasaran casi un mes botando basura. Poco a poco, a la sombra de las matas de mango, se dejó ver un claro que se pintaba solo para un parque de bancos de granito y zona Wi-Fi; mas esa fotografía solo está en la cabeza de la extraña que llega por primera vez a La Yaya.

Donde antes hubo un basurero, ahora los niños juegan

Fidelito enumera lo que han podido hacer con sus manos y una, que de la vida en el campo, por lo general, se queda en los estereotipos, se figura un círculo social, un parque infantil, una biblioteca y un sitial histórico que, luego, la realidad deconstruye y devuelve a imagen y semejanza de la gente que la habita.

El círculo social es un ranchón muy bien hecho, con columnas de tubos que alguna vez estuvieron enterrados en La Gloriosa, en el que un banco de madera de más de 40 años se empeña en resistir los embates del tiempo. Apuntalado y un tanto inclinado, el viejo asiento ha sido testigo de los sueños realizados o malogrados de La Yaya y sus 208 habitantes, de los que creen en Dios y de los que le rezan a Alá, de las reuniones del Poder Popular, de las Marianas que llegan cansadas y sudorosas del organopónico vecino, de los niños que ahora juegan y dibujan donde antes florecía la basura.

LAS MARIANAS

Evangelina García Guerra y Judith Gómez tenían el piso de sus casas "trillado" entre la cocina y el comedor, un “reino” al que muchas otras mujeres de La Yaya se habían resignado, porque en unos cuantos kilómetros a la redonda no se conseguía trabajo más que en la UEB ganadera. “Trabajo de hombre”, decían.

Fue cuando Fidelito convenció al administrador de crear un organopónico que fuera fuente de empleo para las Marianas y garantía de alimentos para los obreros de la unidad. Ahora, Evangelina se levanta temprano, deja cocinado el almuerzo para cuando el nieto venga de la escuela y se va con su pañuelo en la cabeza y su tez cobriza a llenar bolsas, escardar, sembrar, cosechar..., a ganarse la vida.

Parecía que tener un trabajo era suficiente, pero tanto dio el delegado con su cantaleta que la mujer, apenas con algunas letras en sus más de seis décadas de vida, se fue junto a otros 20 a la Facultad Obrera Campesina Jorge Dimitrov y obtuvo su diploma de sexto grado.

A eso de las 3:00 de la tarde se puede ver en las callecitas de tierra de La Yaya un “pelotón” de Marianas que regresa con el sol en los ojos y el sudor en la frente, y todavía tienen ganas y tiempo de sentarse en el viejo banco a conversar con sonrisas tímidas, de esas que les son innatas a la gente sencilla.

Evangelina

SILVESTRE, EL BIBLIOTECARIO

Alejandro GarcíaCuando se va, Emilia le deja la llave a Silvestre, el bibliotecarioSi Fidelito dice "tenemos una biblioteca", yo me imagino un pequeño local con estantes, libros, mesas, sillas y una bibliotecaria de espejuelos en la punta de la nariz y hablar pausado, que espera a los lectores como quien aguarda un amor escondido, y les recomienda las novelas de Mark Twain o García Márquez, porque La Yaya tiene un poco de Macondo y de Huckleberry Finn. Pero por el sendero de piedras que interrumpe el patio de Emilia Sosa no se llega a ese lugar que describo.

Emilia va y viene todo el año entre su humilde casita y la de su hija que vive en Cienfuegos, y por eso o porque entendió desde el principio lo que el delegado quiso decir con cambiar las cosas por ellos mismos, cedió una esquinita de su cuarto para que pusieran allí una mesita con dos sillas y un pequeño anaquel de cabillas en el que se aprietan libros de Historia, Literatura, Política...

Silvestre no es bibliotecario porque estudió ni porque lo fuera antes, cuando vivía en su natal Granma, ni después, durante la temporada que vivió en Cienfuegos, allá por los parajes donde alguna vez se construyó lo que nunca fue la Central Electronuclear Juraguá.

Silvestre es un hombre alto, de brazos largos y ojos grises que lo único que ha hecho en su vida es trabajar y leer. Cuando a Fidelito se le ocurrió la idea de reunir libros para que los niños pudieran estudiar por las tardes y entretenerse, pensó en él. Y Silvestre aceptó, quizás por querer leerse todos los libros, pero sobre todo porque, también, entendió lo que el delegado había dicho.

Más o menos a las 4:00 pm, todavía con el sol picando en la nuca, después que pasan las Marianas, llega Silvestre con las botas, el pantalón y la camisa verde olivo embetunados en polvo rojo y sudor. La faena diaria comprende guataquear surcos y surcos, mas, en la tarde, bañado y con ropa limpia, el bibliotecario toma el registro de los préstamos en la mano y espera a los lectores para recomendarles las aventuras del muchachito Finn y su amigo esclavo en las aguas del Mississippi.

Silvestre

Al lado del ranchón, no sin pocos esfuerzos, a La Yaya le "nació" un pequeño parque con cachumbambé y columpio, y hasta un área para jugar voleibol. Junto a José Luis Matos Cantillo, pastor de la Iglesia Evangélica, Fidelito se atrevió a ser constructor y entre los dos, con la ayuda de los demás, hicieron un sitial histórico que tiene un busto de Martí, los símbolos patrios, un asta y una bandera.

Pero si se le pregunta, el delegado dice con un orgullo sin ínfulas que entre las cosas que han logrado, además de lo que estoy viendo, está la parada. Es una casetica a la orilla de la Carretera Central que clasificaba como planteamiento histórico en los anales de la gestión gubernamental en Baraguá. Sin ella, y durante muuuuucho tiempo, la gente en La Yaya esperaba con susto, bajo el sol o la llovizna, a que el chofer de la guagua quisiera parar. Era casi un acto de bondad, porque legalmente no podía hacerlo sin paradero oficial.

Otra vez convocando a sus vecinos y con materiales que facilitó el Gobierno municipal —catalizado tal vez por su condición de secretario del consejo de la administración— Fidelito construyó con sus manos la modesta obra. Una no se explica por qué algo tan sencillo demoró tanto, si siempre existió la posibilidad de convocar a la gente y los recursos, unas veces más y otras menos, aparecían. Una moraleja anticipada, si todo esto se tratara solo de una fábula, yace tibia aún: cuando los beneficiados se implican, el resultado es mejor.

Para el 22 de diciembre de 2015, los rumores de lo que se estaba haciendo en La Yaya llegaron a los oídos, incluso, del Ministro de la Agricultura, diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular por Baraguá. Cuando el funcionario se bajó del carro allí había un fiestón inmenso, no por su visita, sino porque estaban festejando la inauguración del ranchón y el Día de la comunidad. El refrán que reza "es mejor llegar a tiempo que ser convidado" le quedó a la medida al ministro Rodríguez Rollero quien, quizás por la alegría singular y genuina que encontró a la vera del camino, envió, luego, fotos de aquel día y libros para la biblioteca, y un abrazo para todos.

En febrero del año siguiente hubo puerco asado, caldosa, música bailable y un entusiasta filmando la juerga, en la que se reunieron 250 personas, o sea, los “yayenses” y quienes no son “yayenses”. Si se está preguntando de donde salió todo se lo digo muy rápido: de ellos mismos. 50 pesos por casa y los jóvenes de activistas, pelando viandas, haciendo cadenetas con papeles escritos por una cara.

Cuanto han hecho en La Yaya, desde el punto de vista metodológico, tiene un nombre, En busca de un sueño, y se inscribe como Proyecto de Trabajo

Comunitario Integrado, merecedor de reconocimientos en foros nacionales y provinciales.

Pero ninguna nomenclatura, por muy certera que sea, podrá describir con exactitud lo que allí ha pasado.

FIDELITO

Fidel Cruz Pérez. 28 años. Maestro Emergente. Delegado de la Circunscripción No. 20 del Consejo Popular Colorado. Secretario del Consejo de la Administración Municipal de Baraguá. Nieto de abuelo Pito. Constructor sin licencia y encantador de almas. Soñador.