¿Cómo y por qué debemos revisar el etiquetado de los alimentos?

Una lectura adecuada puede ayudarnos a prevenir cardiopatías, obesidad y otras dolencias

Los consumidores reconocen que miran las etiquetas de los productos alimenticios por razones diversas, pero la mayoría coincide en la necesidad de saber cómo leerlas de una forma más sencilla, así como de emplear dicha información de un modo más eficaz.


El hecho de leer correctamente el etiquetado puede ayudarnos a decantarnos por alimentos más saludables y, de este modo, evitar la aparición de sobrepeso, obesidad, diabetes, hipertensión arterial, ciertos tipos de cáncer y enfermedades del corazón.

¿Por dónde empezamos?

Lo primero que debemos tener en cuenta: la ración sí importa. 

Si prestamos atención al tamaño de la porción y a la cantidad de servicios que se incluyen en el envase, nos será más fácil calcular cuál es la ración que solemos tomar y cuáles son sus valores nutricionales.

En función de la cantidad que tomemos de un alimento en concreto, podremos tener una idea aproximada de las calorías totales que ingerimos. Aunque no se trata de contar las calorías de todo lo que comemos, es importante saber que cuando la ingesta es superior a la energía que solemos quemar con nuestra actividad diaria puede derivar en sobrepeso y obesidad.

Nutrientes de consumo limitado

Hemos de reducir al máximo el consumo de grasas (sobre todo saturadas), azúcares y sal. 

Las etiquetas nos ofrecen información valiosa acerca de si los alimentos son ricos en grasas saturadas, nos aclaran si presentan grasas 'trans' en su composición, si se les ha añadido algún tipo de azúcar o, incluso, qué cantidad de sodio o colesterol contienen.

Estos componentes pueden aumentar el riesgo de padecer determinadas enfermedades crónicas, pero... ¿de qué manera podemos medir si un alimento presenta alto contenido en ácidos grasos saturados, sodio, colesterol o azúcar? 

Esta infografía te puede ayudar:

El consumo de grasa debe limitarse al 30 por ciento de la ingesta de calorías diaria. Se debe dar preferencia a las grasas no saturadas (mono y poliinsaturadas Omega-3 y Omega-6) presentes en el aceite de pescado, los aguacates, los frutos secos, el aceite de oliva y de girasol, en lugar de las grasas saturadas que encontramos en la carne grasa, la manteca, la nata, el queso curado y el aceite de palma, entre otros. 


Las grasas industriales hidrogenadas (conocidas como grasas 'trans'), que podemos hallar en gran parte de la comida rápida, los alimentos procesados, aperitivos, fritos, pizzas congeladas, pasteles, galletas y cremas para untar deben ser gradualmente eliminadas de nuestra dieta.


 

¿Cómo reducir la ingesta de azúcar?

El término 'azúcares libres' hace referencia a aquellos azúcares que tanto los fabricantes, como los cocineros o los propios consumidores añadimos a los alimentos y a las bebidas que tomamos, así como a los que están presentes de forma natural en la miel, los zumos y los concentrados de fruta.

La ingesta de estos azúcares libres debería reducirse a lo largo de la vida. En niños y adultos no ha de superar el 10 por ciento de las calorías totales diarias pero, para obtener mayores beneficios para la salud, habría que reducirla al 5 por ciento. Esto se puede conseguir limitando al máximo bebidas y aperitivos azucarados, así como las golosinas y la bollería industrial.

Datos sobre el sodio

Cada año se podrían evitar 1,7 millones de muertes si el consumo de sal se redujera al nivel recomendado (menos de 5 gramos diarios), según los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

La mayor parte de la población ingiere demasiado  sodio (de 9 a 12 gramos de sal diarios) y no toma suficiente potasio (menos de 3,5 gramos), hecho que favorece la aparición de hipertensión arterial que, a su vez, potencia el riesgo de sufrir enfermedad coronaria y accidente cerebrovascular.

Platos preparados, carnes procesadas como el beicon, el jamón, el salchichón, el queso y los aperitivos salados contienen considerables cantidades de sal, por lo que se recomienda reducir su consumo.

El caso del aceite de palma

Cada europeo consume al año una media de 59,3 kilos de aceite de palma, tal y como pone de manifiesto la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Debido a su bajo coste, estabilidad y gran versatilidad, se emplea a gran escala en la industria, principalmente en la alimentaria y cosmética. 

Aunque su contenido en ácidos grasos saturados es alto, el aceite de palma (si se consume sin refinar) tiene propiedades muy beneficiosas para el organismo, ya que es antioxidante, favorece la circulación de la sangre y es bueno para la vista. Su concentración en vitaminas E y A es alta, y diversos estudios defienden que puede ayudar a prevenir el Parkinson.

Desde diciembre de 2014, el Reglamento Europeo sobre Información y Etiquetado de Alimentos establece la obligatoriedad de especificar qué tipo de aceite se está empleando (no basta con escribir 'aceite vegetal', sino que es necesario reflejar si es de oliva, girasol, palma,...)    

Entonces, ¿cuál es el problema?

La mayor parte de la población no es consciente de la frecuencia con la que ingiere este tipo de aceite pues, si revisamos las etiquetas, es fácil observar que está presente en multitud de alimentos de consumo y uso cotidiano como chocolates, cereales, panes y bollería industrial, aperitivos, helados, quesos, leche, sopas de sobre, chicles e incluso ciertas pastas de dientes, champús y jabones. 

Lejos de la polémica que suscita su cultivo masivo (especialmente en las selvas de Malasia e Indonesia) debido al fuerte impacto medioambiental que genera, el aceite de palma, una vez refinado (forma en la que se consume mayoritariamente), está asociado con el aumento de enfermedades del corazón.

Por lo tanto, lo fundamental en este sentido es leer las etiquetas de los productos que consumimos de forma habitual y controlar la ingesta de aquellos alimentos que, como el aceite de palma, tomamos casi sin darnos cuenta y en cantidades que pueden, a medio y largo plazo, afectar a nuestra salud.