Atados, irremediablemente, al mar

La comunidad costera de Guayabal, en la costa sur de la provincia de Las Tunas se torna un hervidero de voces y rostros...

Es un poco más de las 6:00 de la tarde. La comunidad costera de Guayabal se torna un hervidero de voces y rostros. Las primeras luces artificiales rayan el horizonte. En ese justo momento, la ola rompe en la orilla y la espuma se deshace en las piernas de Erick. Una rutina casi invariable. Él carga sus redes, monta en el bote y se pierde mar adentro.

Navega unas dos millas como quien persigue la puesta del Sol. En medio de la nada lanza cuidadosamente las mallas. El sonido del viento es fuerte como un grito y después la quietud es, incluso, más desesperante. Pero el pescador tiene la mente bien anclada en su sitio.

Más de 12 horas permanece allí. Y aunque a veces se esfuma el tiempo revisando las redes, solo y distante, Erick piensa en mil cosas. Recuerda aquella ocasión cuando a él y a un amigo los agarró una tormenta en el bajo El Palo. Las cosas se pusieron muy feas ese día y tuvieron que dormir en un barco encallado.

De regreso a tierra firme prometió que nunca volvería a pescar. Y hoy está otra vez, varado, mirando las estrellas. ¡Cómo es de endiabladamente fuerte el llamado del mar!

Al alba vuelve a casa con su botín. Otros lo saludan agitando los brazos. Allí casi todo el mundo conoce el oficio, las mejores aguas, el clima perfecto. No hay misterios ni miedos. Todos son gente de mar.

FRENTE A LAS OLAS

Carlos Miguel Vázquez conoce de memoria cada pedacito de Guayabal. Vive como otros de puertas abiertas al mar. Y en su misión de delegado está todo el tiempo de un lado para otro, a merced de las mareas de necesidades de los lugareños. Los fenómenos climatológicos han dejado dolorosas cicatrices con el paso de los años.

"Este es un pueblecito de personas buenas -comenta Carlos Miguel- y todos somos como una gran familia. La mayoría se dedica y vive de la pesca. Algunos son trabajadores de la Empresa y otros desempeñan el oficio por cuenta propia. Hay mucha comprensión entre la gente, y un sentido de pertenencia grande por esta costa.

"El huracán Paloma nos dejó grandes afectaciones en la vivienda. Muchos lo perdieron todo de ahora para ahorita. No hubo que lamentar la muerte de nadie, pero incontables personas lloraron por los destrozos.

"De ahí vino la decisión de trasladar una gran parte de la comunidad para el barrio José Martí, un polo de edificios creados para los damnificados, pero según las leyes del Citma a una distancia prudente del mar, a dos kilómetros para ser preciso.

"Imagínese lo difícil que es para cualquiera de nosotros alejarse de la costa. Aun así se asumió el reto, mejoraron mucho sus condiciones de vida y poco a poco nos ha tocado adaptarnos a los cambios, porque contra la naturaleza no hay quien pueda".

Los de edad avanzada saben de qué habla el delegado. Con el paso del tiempo las variaciones en el clima han sido evidentes, sobre todo para el ojo experto de los pescadores. Las olas son cada vez más altas durante los huracanes y las penetraciones del mar buscan llegar mucho más lejos. Según los lugareños las señales del mar nunca engañan.

A "Fredi" la encontramos por azar. Estaba en su patio, escoba en mano, desafiando los caprichos de las hojas y el viento. La mirada limpia fue infalible, de pescadora, de mujer de convicciones. Me sorprendió la fuerza con la que sus palabras salían de mucho más abajo de la garganta. Fredesvinda Ramos hoy tiene 66 años y no ha dejado de pescar.

EN EL BARRIO "PALOMA"

Tras el paso del huracán Paloma y las cuantiosas pérdidas en el fondo habitacional del territorio se creó el polo de viviendas José Martí, una comunidad de 64 edificios de cuatro apartamentos, un consultorio médico, farmacia, cafetería y áreas deportivas y para la recreación. Todos bautizaron el barrio como Paloma.

A Dalisban García lo encuentro en plena plaza, cerca de una mesa donde sus compañeros disfrutan de un juego de dominó. La sombra es exquisita y en el aire aún llega el olor a salitre. Me habla de sus añoranzas de vivir frente al mar.

"Yo soy pescador. Tengo que trasladarme dos kilómetros para llegar a la costa con todas mis redes y utensilios. Ni hablar de que no puedo estar pendiente del bote. Fue un conflicto grande aceptar la mudanza. Despertarme y no ver la costa, ser parte de un pueblo de pescadores que no está en el mar".

Otros me hablan de las bondades de su nuevo domicilio. De las casas confortables de ahora, muy diferentes de los casuchos que tuvieron antaño. Hay niños correteando por el lugar, música alta, y el polo se me antoja alegre.

José Javier Expósito es el delegado. Lo encuentro tejiendo redes, como todos los adeptos a atrapar peces. Comenta sobre su compromiso con los electores y su conformidad con las normas técnicas, el cambio climático se hace evidente y hay que aprender a aceptarlo.

A VOLUNTAD DE LAS MAREAS

Es agradable recorrer Guayabal. De vuelta a las casitas frente al mar la vista se pierde en algunas peculiaridades: una casa de madera muy antigua que ha resistido el embate de los huracanes cuando parece que un simple soplido la hará caer.

También está el huerto de Ludi. A pocos metros de la masa de agua esta mujer emprendedora ha creado sus propios canteros y da gusto observar el color de sus lechugas y la acelga, el tamaño de los ajíes pimientos; la fuerza de sus plantaciones de calabaza, boniato, plátano, guayaba. Regadera en mano cuestiona la infertilidad del suelo arenoso.

Allí tiene anclada una pintoresca cafetería nombrada Sinaí. Ofrece platos tradicionales de la comida costeña, y lisetas fritas acompañadas de chicharritas, un gustazo que nuestro equipo pudo disfrutar.

Al final de la calle está la Base de Campismo. Destino de personas de varias provincias que cada verano se dan cita en este lugar por el atractivo del paisaje y la magia de sus aguas.

UN PUEBLECITO DE COSTA

Hay historias muy lindas en Guayabal. Los más viejos rememoran el movimiento en su Puerto, los barcos inmensos, sus años mozos en las mismas orillas donde hoy juegan los niños.

También hay inconformidades y restan cosas por hacer. Algunos comentan sobre la falta de opciones recreativas para los más jóvenes, pues la comunidad carece de una sala de computación y de una biblioteca.

En la época de zafra los filipinos y los chinos, entre otros, visitan Guayabal y han dejado sus huellas en la costa. La cafetería de Ludi exhibe con orgullo las banderas de los comensales que de algún modo se llevan el pueblecito en el recuerdo.

Basta una ojeada para descubrir la esencia de Guayabal: gente trabajadora, humilde, ancianos rebosantes de anécdotas, niños felices, mujeres pescadoras que desafían los prejuicios, hombres envueltos en redes, y todos ellos unidos por una fuerza misteriosa, el hechizo irrompible del mar.

Atados, irremediablemente, al mar


La comunidad costera de Guayabal en la costa sur de la provincia de Las Tunas se torna un hervidero de voces y rostros. Aquí te las mostramos:

Textos: Yuset Puig Pupo

Fotos y videos: Reynaldo López Peña e István Ojeda