La complejidad contra el progreso

Cuanto más conocemos la vida, más compleja nos resulta y las nociones de jerarquía y progreso desaparecen de la evolución.

Desde el inicio del desarrollo de las ciencias naturales modernas hemos ido pasando por distintos paradigmas que nos han ayudado a entender el planeta en el que vivimos. Al principio todo se basaba en la descripción y clasificación de lo que se creía la obra de un ser superior, pero rápidamente la naturaleza se mostró como algo más complejo, autónomo y dinámico. En geología se entendió que el planeta era un ente en constante transformación y en biología, la teoría de la evolución a través de la selección natural, adaptó el concepto de vida a esta realidad de cambios constantes.

Pirámide de los seres vivos. Charles de Bovelles .1509

De la mano de la religión y de su visión fijista de la naturaleza, esa que decía que las especies permanecen inmutables desde su creación, siempre prevaleció una contundente idea de jerarquía, en la que los atributos más cercanos al ser humano se consideraban superiores. Los elementos de la naturaleza más básicos eran los que simplemente existían, como las rocas. Después iban los vegetales, a los que se reconocía como seres vivos a duras penas por ser inanimados. Les seguían los animales que ya poseían la sensibilidad, aunque los mamíferos ocupaban puestos más dignos que los insectos, por ejemplo. Sin embargo, la inteligencia era algo exclusivo de los humanos, o mejor dicho, de los hombres blancos y nobles, pues este paradigma se aplicaba también dentro de la propia humanidad.

Incluso con la llegada de las ideas evolucionistas, la idea de una naturaleza jerárquica no se desechó tan fácilmente. La evolución era un proceso fascinante gracias al cuál el hombre blanco seguía siendo la máxima expresión del progreso.

Árbol de la Vida, de Ernst Haeckel, 1866

Pero la semilla ya estaba sembrada. Con las ideas evolucionistas de Darwin y Wallace imponiendo un nuevo paradigma, ya sólo era cuestión de tiempo que se descubriesen especies y procesos que  demostrasen que las jerarquías y la noción de progreso no eran más que espejismos.

Primero se descubrió que las plantas no eran seres incapaces de ejercer movimiento. El propio Darwin dejó constancia de sus observaciones en el libro "The power of movement in plants". Pero había de ser otro trabajo de Darwin el que pusiese del revés otro de los conceptos más asentados en el pensamiento antropocéntrico. 

No estoy hablando de "El origen del Hombre", que fue un varapalo definitivo a las aspiraciones divinas del ser humano, sino a sus estudios sobre las plantas carnívoras. Era inconcebible que una especie considerada inferior depredase a otra superior. A los que se habían atrevido a defender su existencia se les tachó de incompetentes, e incluso locos. Pero nadie se atrevió a desdecir a Darwin. Eso sí, estas plantas quedaron durante años con el adjetivo de insectívoras. Una cosa es que se comiesen unos cuantos "bichos" y otra bien distinta que pudiesen depredar a animales superiores. ¿Pero qué pasa ahora que sabemos que también comen lagartijas e incluso pequeños mamíferos?

Gracias a que Antony Leeuwenhoek tuvo la idea de juntar lentes para crear sencillos microscopios tuvimos constancia de los organismos microscópicos. Las bacterias, los virus, los protozoos y las levaduras se miraron en un principio desde la óptica de la medicina, pues se vio que eran capaces de producirnos múltiples enfermedades. Pero cuando se pudo buscar la vida microscópica por puro interés científico es cuando descubrimos también las arqueas. Llegábamos a un nuevo horizonte en el que los organismos era tan extraordinarios que se confundía la sencillez con la complejidad. ¿Cómo podía ser que estos organismos tan simples pudiesen matarnos? ¿Cómo podían adaptarse a entornos tan extremos? ¿De dónde obtenían esa inmensa resistencia que hacía que algunos de ellos fuesen prácticamente inmortales?

Mirábamos los microorganismos con asombro, pero con recelo y desprecio. Eran tachados de organismos simples con funciones muy limitadas. Sin embargo, mirásemos dónde mirásemos ellos siempre estaban allí. Su éxito evolutivo era innegable y superaban, con creces, las habilidades evolutivas de toda la vida visible.

El colmo fue cuando descubrimos que incluso los seres humanos no podríamos sobrevivir sin ellas. Nos hacen la digestión, nos defienden de patógenos, nos ayudan a tener un buen aspecto. Hasta tal punto que nos destruyeron el concepto de individuo. Somos un ecosistema, no un elemento aislado. Y eso a la medicina le está costando mucho entenderlo, aunque poco a poco van apareciendo estudios y tratamientos con esta visión que tienen un futuro muy prometedor.

Se derrumbaba el bello mito del progreso evolutivo que culmina en un Ser Humano más cercano a los dioses que a las bestias. Pero los prejuicios son muchos y sus raíces son muy profundas. El progreso tenía que existir en la naturaleza, ¿por qué iban a cambiar los organismos si no era para buscar una versión mejorada de ellos mismos? ¿por qué si no iban a aparecer criaturas cada vez más complejas? ¿cómo explicar la inteligencia si no había una intención detrás de todo esto?

Galileo nos quitó del centro del universo, Darwin nos igualó a las bestias, sólo nos quedaba el poder sentirnos como algo especialmente complejo que daba sentido a la evolución. Sin embargo apareció Stephen Jay Gould y su concepto de "contingencia, ese azar para nada caprichoso" para que la grandeza de nuestra existencia humana quedase reducida a una mera probabilidad. Usando el Teorema estadístico de el paseo del borracho nos hizo entender que la complejidad es una posibilidad, no una finalidad. Las cosas cambian, y no existe vuelta atrás.

Imaginemos a una persona que sale muy, pero que muy borracha de un bar. Irá por la acera con un movimiento aleatorio, pero la pared de los edificios (máxima sencillez) le supondrá un límite que no podrá pasar. Sin embargo, tarde o temprano caerá de bruces en la calzada, poniendo fin al experimento (y habrá alcanzado un punto de mayor complejidad).

Figura de "La estructura de la teoría de la evolución" de S.J. Gould. 2004:930

¿Cómo entender entonces la naturaleza que nos rodea? Huyamos de prejuicios, jerarquías y complejos de superioridad. Nada es cierto, excepto el cambio. Nuestra única baza es aceptar una adaptación a los cambios que nos terminará por cambiar. La otra opción, la que no requiere cambios, es la extinción. Quizá esta regla nos sirva también como sociedad e incluso como individuo.

El planeta Tierra sufre continuos cambios que obligan a las especies a adaptarse si no quieren quedarse atrás. En 1973 Leigh Van Valen encontró la metáfora perfecta para explicar esta cualidad de la vida en la Hipótesis de la Reina Roja, idea inspirada en "Alicia a través del espejo".

—Bueno, lo que es en mi país —aclaró Alicia, jadeando aún bastante— cuando se corre tan rápido como lo hemos estado haciendo y durante algún tiempo, se suele llegar a alguna otra parte... 
 —¡Un país bastante lento! —replicó la Reina—. Lo que es aquí, como ves, hace falta correr todo cuanto una pueda para permanecer en el mismo sitio. Si se quiere llegar a otra parte hay que correr por lo menos dos veces más rápido.
Ilustación de Sir John Tenniel

La selección natural realmente es un proceso conservador que penaliza los extremos. No selecciona a los más fuertes, ni a los más débiles, sino a los intermedios. Sólo cuando se producen cambios en el entorno es cuando se seleccionan organismos distintos, pero como nunca se puede predecir qué cambios se van a producir en el entorno no podemos determinar de antemano quienes serán los elegidos. No tienen por qué ser los más fuertes, ni los más inteligentes. Existen multitud de casos en los que la evolución ha dado como resultado organismos más sencillos que sus antepasados, y no por eso peor adaptados. Por ejemplo, los parásitos, que suponen más de la mitad de las especies conocidas, consiguen mejores resultados adaptativos a través de la simplificación de su cuerpo. Ya que van a parasitar a otro organismo, ¿para qué malgastar energía en producir órganos que pueden "tomar prestados"?

Un caso extremo serían los virus, que son una simple cápsula con material genético y unas pocas proteínas en su interior. Todo lo necesario para replicarse y multiplicarse lo toman prestado de las células a las que infectan.

Sin duda, son muchos más los eventos que nos han obligado a tener una mirada humilde de nuestra existencia. Aquí he reflejado algunos de ellos para que sirvan de estímulo a aquellos que quieran completar la historia a través de comentarios o suplementos. La historia del conocimiento se basa precisamente en estos relatos incompletos que se van añadiendo a otros, de forma colaborativa y abierta. Su fin, quizá sea, romper las barreras que nos impiden comprender quienes somos en realidad, ahora que sabemos que no existen dioses ni bestias.