El viaje de Margarita

En tu memoria

Llegó en un vuelo del mediodía. La única información que yo tenía era que mamá había sufrido un mareo inusual, que de repente sintió un estruendoso ruido, como un pito de olla a presión, que sonó tan fuerte que terminó aturdiéndola hasta el desmayo. En el suelo convulsionó. La llevaron a urgencias al Hospital Civil y en unas pocas horas mi padre ya había resuelto junto a mi hermana que lo mejor era que viajara a Bogotá donde mi hermano ya cursaba quinto año de medicina. Yo tenía 18 años y me formaba como Comunicador Social.

Cruzó la puerta de salida del aeropuerto. Detrás de la valla desde donde yo la esperaba noté su rostro pálido, su mirada triste, su gesto de preocupación. Sus manos temblaban. Cuando la pude abrazar me dijo con su voz dulce – Mi niño, creí que no te iba a volver a ver -. No quiso llorar en ese instante. Mi mente en blanco no alcanzaba a comprender la dimensión de la situación y ni siquiera recuerdo los pensamientos que me visitaron en esas horas de confusión.

Era diciembre de 1992. Su presencia alegró mis días. Luego de año y medio de estar fuera de casa era la primera vez que mi madre estaba conmigo en la Bogotá de los años de la troncal de la Caracas, de la contaminación que hacía llorar los ojos, de los buses cebolleros, de la llovizna sin piedad, del ruido acumulado.

Durante su estancia tuvimos tiempo para conversar. En familia rezamos muchas Ave Marías, jugamos cartas, interpreté en el órgano electrónico el repertorio de música colombia que siempre le gustó; nos reunimos con amigos, cantamos a todo pulmón y la vi ser feliz. Una mañana recibí de boca de mi hermano la noticia que mi madre debía ser intervenida quirúrgicamente para tratar la causa del sorpresivo ruido, del desmayo y la convulsión. Asocié el remedio como una cura definitiva para sus frecuentes dolores de cabeza y pensé que todo era asunto de rutina médica.

La internamos como una paciente que tendría ciertos privilegios en la Clínica de la Universidad Juan N. Corpas donde Juan Carlos, mi hermano, ya se había ganado un lugar por su disciplina, amor y compromiso con su carrera, con su propósito vital como médico. Se me hizo un privilegio acompañarla esa noche. Me acomodé sin problema en un sofá-cama y dormí con tranquilidad hasta que al día siguiente, muy temprano, las enfermeras nos despertaron porque debían proceder a quitarle todo el cabello de su cabecita.

No dijo nada, pero imagino cuánto le dolió desprenderse de sus ensortijados cabellos de oro. -Ay mi pelito- decía cada vez que luego de organizarse con esmero se exponía a una pequeña llovizna. -Ay mi pelito- gritaba cuando un viento, un aguacero o unas manos impertinentes podían arruinar el reciente peinado. ¿Cómo no le dolería sentir esa máquina feroz que rapó todo su cráneo hasta dejarlo desnudo completamente?

Al rato se la llevaron al quirófano y las horas se convirtieron en un goteo de impaciencia y de una inexplicable angustia. De la mano de mi tía Rosita, la hermana menor de mi madre y nuestra cuidadora principal en Bogotá, perdí la cuenta de cuántas veces visitamos la cafetería, cuántas horas pasamos frente al Cristo de la pequeña capilla; cuántas oraciones elevamos por el éxito de la cirugía. Cuánto silencio, cuántos nervios acumulados, cuánta espera, cuánto presentimiento inquietante.

Estaba por terminar el día y por fin pudimos subir a la sala de observación. Ahí estaba, desnuda, expuesta, exhibida completamente ante todos los ojos. Dormía en un sueño de otra dimensión. Mangueras, tubos, cables, gasas y esparadrapos por todo su cuerpo. Nunca la había visto tan frágil, tan desvanecida y derrotada por el dolor. Lo único que pude entender de esa tormentosa escena fue que en su cerebro había nacido un tumor cancerígeno que pudo ser extirpado. La cirugía fue un éxito.

No tardó en recuperarse de su intervención. La mujer fuerte de siempre estaba, después de unos días, ya en pie, maquillada, toda arregladita y emocionada porque por fin mi padre llegó a visitarla a Bogotá. Nunca la había visto tan feliz de saber que el amor de toda su vida estaría pronto con ella. 

Lo recibió en la puerta, se miraron con toda la ternura acumulada, se dieron un pequeño beso y se abrazaron como si el tiempo hubiera hecho una pausa para grabar ese instante en la memoria de las historias del amor firmado para siempre.

Luego de la navidad, del año nuevo, de las agotadoras jornadas de quimioterapia, y de la recuperación del tratamiento postoperatorio volvió a casa. Con Juan Carlos contábamos los días para volver a estar junto a ella. Viajamos a Ipiales para nuestras vacaciones. Mi madre tenía la mirada perdida. Su expresión facial se había desvanecido. Murmuraba apenas unas palabras con media boca y su cuerpo actuaba sin control de la voluntad. 

Quise creer que los medicamentos para evitar el crecimiento de un nuevo tumor estaban haciendo esos estragos y que sólo sería cuestión de paciencia anhelar una pronta recuperación a punta de fe, amor y muchas oraciones al Dios de sus antepasados.

Mi padre y hermano organizaron serenatas especiales. La vimos apagar con esfuerzo infinito la vela de su cumpleaños. La adornamos de rosas en su aniversario. La cuidé como nunca, la mimé como siempre, le ofrecí cafecito en cucharaditas que sorbía como un bebé aprendiendo a alimentarse. En mi cumpleaños número 19 me entregó una tarjeta firmada con una letra ilegible que había perdido el brillo de su cuidadosa caligrafía. Nos hicimos muchas fotografías en familia y sin quererlo aceptar, tuve que ser testigo de cómo su amorosa luz se iba apagando poco a poco.

Juan Carlos y yo tuvimos que  regresar a Bogotá, él a terminar el último peldaño de su pregrado y alcanzar en el siguiente diciembre el sueño anhelado. Yo me matriculaba en quinto semestre y en casa quedaban mi padre, mi hermana, mis sobrinos, mis primas que siempre la amaron y claro, quedaba ella cargando su cuerpo enfermo y triste.

A las cinco de la mañana del seis de agosto de 1993 sonó el teléfono del apartamento. El ring-ring de la máquina timbró como un despertador. Luego, el silencio. Unos segundos después sentí la mano de mi hermano acariciándome la cabeza. Su voz entrecortada me habló al oído - Ya se fue, me dijo, la mami acaba de morir - sentenció. No sé cómo me descolgué del camarote y en un par de pasos llegué hasta la sala. Encendí el equipo de sonido, puse a cantar a Gloria Estefan su canción “Mi Tierra” una y otra vez hasta que perdí la noción del tiempo, hasta que el espacio se desvaneció para mis ojos. Las lágrimas se terminaron, el sollozo me ahogó de manera infame y el corazón se fue deshaciendo en pequeños cristales colmados de dolor.

Cuenta mi padre que minutos antes de su partida pudo refrescarle la boca con goticas de agua a través de copitos de algodón, que se despidió elevando su mirada hacia el cuadro de la Virgen de Las Lajas que los acompañó desde los primeros días del matrimonio y luego, con ternura extrema, dejó de respirar.

Así fue como hace 25 años Margarita, mi madre, culminó su función en la tierra para convertirse en el lucero que nos acompaña noche y día, como el ángel de la guarda que es. Por esos 25 años de su viaje sin despedida, hace unos días se ofreció una eucaristía en su nombre de flor amorosa. Al terminar la ceremonia, mi padre me envió un mensaje contándome que ella me mandaba a decir que no me preocupara, que todo está bien, que ella siempre está conmigo. Y así es, así lo siento, así lo vivo.