Memoria Sonora

#YoAmoLaRadio

Cursaba tercer año de primaria. No recuerdo su apellido, pero sí que la profesora Judith era la directora del grupo. Desde su potestad era la responsable de asignar a quienes participarían del programa de radio del colegio. Con lista en mano nombró a Martín Vela, amigo del alma que murió siendo una gran figura de la intelectualidad ipialeña y destacado abogado, como la voz principal. Anotó a Víctor Hugo López y a Juan Pablo Ruano para que cantaran "América" de Nino Bravo. Germán Lozano tenía la responsabilidad de una declamación y quedé sorprendido cuando mi nombre fue seleccionado para ser el lector de un texto sobre la historia de Ipiales.

Teníamos una cita para un sábado cualquiera de 1982. Desde mis tempranos años todo se veía magnífico en aquel lugar. Tengo en mi imaginario la figura icónica del lorito de Todelar. Recuerdo haber ingresado por una especie de garaje acompañado de mi profesora titular y mis compañeros de clase a la Emisora Cultural Bolívar, estación vinculada a la cadena nacional.

Desde temprano, al lado del hombre que movía las perillas, colocaba los discos de acetato y locutaba la hora cada quince minutos, estaba sentado con su rigidez de siempre el profesor Carlos Franco. Se convirtió en maestro luego de renunciar a la vocación religiosa, pero era un acólito de tiempo completo.

Los de primaria siempre miramos a los profesores de bachillerato con esmerado respeto. Ya nos habían hablado de su carácter recio y de su voz de relámpago. Carlos Franco es un paisa que aún conserva el acento de la gente de Santa Rosa de Cabal donde, tengo entendido, nació hace un buen número de años. He perdido su rastro.

Cada sábado llegaba a la Emisora acompañado de una carpeta donde depositaba los guiones, las cartas, los recortes de periódico y las notas para el programa estudiantil que se había encargado de fundar y sostener durante otro buen número de días acumulados. Cargaba, también, una cantidad de casetes donde registraba cada programa, algo de música y voces pregrabadas.

"Radio Mensaje Champagnat", así bautizó el profe Carlos el espacio que se emitía tradicionalmente los sábados a las 6 p.m. Así como estuvimos en la Emisora Cultural Bolívar también acudimos a Radio Ipiales de Caracol donde finalmente se instalaron la mayoría de programas de radio escolar.

Con el gesto de silencio, posando el índice sobre la boca y mirándonos con seriedad, Carlos Franco nos dio la bienvenida. Nos indicó dónde debíamos ubicarnos. Midió la cuarta de distancia entre el micrófono y nuestras bocas. Con una serie de señas le daba indicaciones al operador técnico. Nuestra profesora nos llamaba a la tranquilidad mientras entre los compañeros nos mirábamos con nerviosismo, aguantándonos esa risa nerviosa que siempre produce el silencio extremo.

La cabina radial, entendí en ese momento, era otra especie de Capilla donde habitaba la sacralidad de la palabra. 

De eso se había encargado Carlos Franco, de dotar a la emisora comercial de una atmósfera cargada de una energía única cuando era la voz del estudiantado la que llegaba a ocupar los rincones de la radio local. En casa, mi padre preparaba la grabadora Silver. Sintonizaba la radio y disponía el mecanismo de grabación para registrar mi primera "aparición" radial.

Ipiales era la ciudad fronteriza de siempre. Fría, congelada. La energía eléctrica seguía siendo el gran dilema de aquellos días. Aún existía la maltería Bavaria y la radio se constituía en el principal medio para conocer de nuestras realidades y de los contextos de una nación que siempre pareció lejana a nuestra cotidianidad. Los parques tenían árboles, las casas eran de tapia y no había hogar que no se reuniera junto a la radio para rezar el Santo Rosario, escuchar misa, atender las noticias u oír a los colegiales leer ilustrativas páginas de la historia local.

Sonó una fanfarria. Se bajó la música. La voz de Carlos Franco, grabada en una cinta magnética, rodaba para anunciar el comienzo de "Radio Mensaje Champagnat". En casa mi padre oprimía el botón rojo del REC, soltaba la pausa y comenzaba la grabación.

Entró la profe Judith y anunció la participación de los niños del grado 3-1 en aquella emisión del programa institucional del Colegio Champagnat. Carlos Franco, como director, leyó una especie de nota editorial. Luego se leían unas notas especiales. Con una seña les llegó el turno de cantar a Víctor Hugo y a Juan Pablo. Todo un inmenso jardín, eso es América…

Fue mi madre quien me enseñó a leer durante las frías tardes ipialeñas. Me leía antes de dormir. Me leía en su regazo. Me leía en la biblioteca. Me leía en el patio. Cuando no leía, me cantaba. Me leía de pie, sentada, meciéndose. Desde los primeros años me inculcó el gusto por los libros y la pasión por la lectura. Fui el orgullo de mi abuela antioqueña cuando de su propio oído constató que leía la novena de navidad con devoción, pero ante todo, con la debida entonación y siguiendo el ritmo que imponía cada coma, cada punto seguido, cada punto final. Punto aparte.

Ahí estaba yo, frente a un micrófono. Leyendo un texto tomado del libro de Historia asignado al grado tercero. Orgullosa la profesora, tranquilo el director del programa, ansioso el hombre del control técnico, solidarios mis compañeros, pude realizar una lectura pulcra acerca de la fundación del caserío de Ipiales.

Esa primera oportunidad me permitió retornar con cierta frecuencia "al programa del colegio" como terminamos por señalarlo; a leer otros textos, anuncios, invitaciones, pero también, cuando alcanzamos la madurez estudiantil, a opinar.

Así como “Radio Mensaje Champagnat” surgieron también espacios radiales asignados a las obras sociales, a los clubes cívicos y a otras instituciones educativas que encontraron en la radio el mejor lugar para hablar fuerte y claro ante la ciudadanía.

Llegar a la Emisora, cualquiera que fuera, significaba llegar a un lugar especial, a un lugar privilegiado. Desde afuera veíamos a Pedro Pedroza o a Edgar Calderón como personajes de reconocimiento local y regional. Le creíamos a la Radio, pero también, la Radio creía en nosotros. Nos abría las puertas y los micrófonos.

El mismo Carlos Franco sería el fundador del periódico estudiantil EL TIMBRE, cuna de todos cuantos, años más adelante, decidimos dedicarnos al oficio de crear otros mundos desde las letras, la comunicación y el periodismo.

Cuando regresé a casa, después de mi "estelar" iniciación en la radio escolar, me encontré con el abrazo siempre cálido de mi padre quien, orgulloso, no paraba de regresar la cinta y escuchar una y otra vez la alocución de su hijo menor. En ese mismo casete, en el lado B, ocho años después, ese mismo padre dejó todo preparado para registrar el discurso de despedida que pronuncié en la graduación de la promoción de 1991. Nuevamente, una emisora era la responsable de llevar mi voz a un Ipiales que ya no era el de las casas de tapia.

Hoy, 34 años después, retorno a una cabina de radio; coordino un programa institucional, vuelvo a leer la historia de Ipiales y cada vez que se enciende la señal de AL AIRE, mi mente, viajera en el tiempo, recuerda que todo comenzó un sábado cualquiera, a mis cortos ocho años de edad frente a los micrófonos de Radio Mensaje Champagnat.