MI SANTUARIO

El templo más bello del mundo que hoy todos quieren visitar, no es el mismo que de niño se fijó en mi memoria.

No tenía más de 37 años cuando Margarita, mi madre, comenzó a sufrir de una enfermedad que con el tiempo resultó indescifrable. De un día para otro, en un amanecer de angustias acumuladas su piel comenzó a ser invadida por unos brotes que le provocaron un dolor insoportable. Las erupciones aparecían de manera caprichosa durante algunos días y desaparecían de repente. Las ronchas llegaban sin avisar y tampoco cantaban su retiro.

Así como aparecían en sus manos, las llagas se incrustaban también en su boca. Las laceraciones la derrotaban. Eran días tristes en casa. Al regresar del colegio sabíamos que si la alergia llegaba, ese día no nos esperaba un buen almuerzo, quedábamos al cuidado de alguna extraña y el frio aumentaba en los cuartos de dormir. Todo era silencio. Pero más doloroso resultaba saber que durante esa temporalidad no tendríamos la música de su voz revoloteando por nuestros rincones preferidos.

Desesperado por no encontrar respuesta rápida a aquello que todos comenzamos a llamar la alergia de mamá, mi padre buscó todos los medios para que médicos especialistas pudieran dar con el chiste, que lograba de todo, menos ponernos de buen humor.

Alertados por la desesperanza, papá y mamá programaron un viaje hacia Quito con ruta al Centro de Investigaciones Alérgicas del Ecuador. Volar desde Tulcán hacia la capital ecuatoriana implicaba subirse a un viejo avión DC3 de la Fuerza Aérea Ecuatoriana que cubría la ruta comercial y turística durante una aterradora hora en el aire. Sumado al dolor y desespero que producían en la paciente las erupciones cutáneas, los viajeros se encontraron con un cielo cubierto de nubes tormentosas.

En el cielo, volando bajito, a una lenta velocidad, sintiendo que las latas se desbarataban con la fuerza de la lluvia, observando por el ventanal los destellos de las luces relampagueantes, mi madre solamente acudió a un escapulario de la Virgen de Las Lajas que llevaba entre su cartera como uno de tantos amuletos de su formación católica.

"Si no hubiera sido por su papá yo me iba de monja", me dijo varias veces, como en un manifiesto de liberación, pero también, con la duda de saber cómo hubiera podido ser la vida en los claustros religiosos.

Aferrada a la estampa perdió la cuenta de todas las Ave Marías que rezó en la mente y de todos los Padre Nuestro, letanías, gozos y peticiones que murmuró mientras con la otra mano se aferraba con las uñas clavadas a la mano de mi padre, quien, a sus 80 años, todavía recuerda el pavor vivido durante el angustiante vuelo.

No paró de llover, pero el avión logró ponerse en pista. Llorando y con el miedo aún vivo, cuenta mi padre que la vio arrodillarse, besar el piso, y en ese mismo momento prometió que como agradecimiento por salvarle la vida estaría cada domingo, como diera lugar, visitando la imagen sagrada de Las Lajas, la misma frente a la cual prometió amor eterno y que ahora la salvaba en medio de la tormenta.

Y así fue. De ahí en adelante, tan pronto tuvo oportunidad, cada domingo, desde las 5:30 de la mañana comenzaba la jornada en casa. Levantarse, medio alistarse, calentar café, tomar algo de desayuno rápido y salir caminando hacia El Santuario de la Virgen de Las Lajas. La peregrinación familiar duraba fácilmente de una a dos horas según el estado de ánimo, el clima, el tráfico y la voluntad.

La caminata implicaba atravesar todo Ipiales, sentir la velocidad de los carros que bajaban hacia el turístico lugar, contemplar el paisaje, sentir las manos y los pies congelarse con el frio y el agua de los charcos. La caminata de la promesa de mi madre nos involucró a todos en casa. Hermanos y primas debíamos disponer de la mayor voluntad para superar la pereza, el sueño y el cansancio. Yo, el más pequeño de todos, sufría el doble, pues nunca he sido amigo del deporte o del ejercicio y el frío me generaba fuertes dolores en mis articulaciones.

Cuando tomábamos un atajo para llegar directamente hacia la basílica sin atravesar el poblado, nos ateníamos a una resbalosa pista de agua y barro que lográbamos sortear sosteniéndonos unos a otros. 

Llegar cruzando las casas y sitios de comercio de Las Lajas, era antojarse de dulces, choclos, costilla frita, juegos y cosas innecesarias.

Luego venían las extensas misas, el salpicón de olores mezclados en la iglesia, las largas colas para poder comulgar y contar los minutos para saber que pronto estaríamos de vuelta a casa subidos en la comodidad del carro familiar. Mi padre era el héroe que me rescataba de aquel suplicio dominical.

Fueron muchos domingos de muchos meses de varios años durante los que mi madre visitó con fe, devoción y Palabra cumplida el Santuario de los años 80. Luego, yo preferí la comodidad de ser el conductor de la casa junto a mi padre.

El último domingo que vi entrar a mi Margarita por la puerta principal del Santuario lo hizo arrodillada desde el atrio hasta el altar. Orando y con las manos extendidas al cielo llevó toda la gratitud a la Señora del Rosario de Las Lajas porque así como la enfermedad, la indescifrable alergia llegó, así mismo se fue, sin avisar. El milagro se había logrado.

Además de cumplir la promesa de agradecer a la virgencita que la había salvado de morir en aquel viaje hacia Quito, caminaba cada domingo porque ante los pies de la maternal imagen sagrada, había depositado el deseo de ser liberada de aquella extraña alergia que la enfermaba más en su espíritu libertario que en su cuerpo.

Hoy el magnífico templo no es igual al Santuario que conocí de pequeño. El monumento turístico, la emblemática iglesia, la obra arquitectónica, la iluminada basílica es ahora el Santuario más bello del mundo, lugar para visitar, conocer, recorrer, tomarse selfies, registrar en las redes y dejar la marca personal del viajero. Ojalá, como lo hizo mi madre, también pueda seguir siendo el escenario para encontrarse con la fe, con la fuerza de la esperanza, con el cumplimiento de la Palabra y muy seguramente con un mundo de milagros que se guardan en silencio.