La muerte del inocente es característica de un país en guerra, una que la nación colombiana bien conoce después de medio siglo de conflicto. En estos 50 años, la lucha territorial se ha extendido por 31 de sus 32 departamentos, encrudecida por el auge del narcotráfico, la constante amenaza, secuestro o asesinato y desplazamiento de la población, la plantación de minas antipersona y el levante de los grupos paramilitares.  Por minas, más de diez mil víctimas; la mitad de ellas civiles. 20% acabaron muertas, 80% heridas, muchas con cicatrices incurables. Por acción de los actores armados, al menos 220.000 muertos. 81,5% son asesinatos de civiles, la mayoría de ellos dejados en la impunidad. Por miedo a aquella corriente de balas, explosivos y fragmentos de metralla, seis millones de desplazados. Huyen para iniciar una nueva vida después de que la guerra se hubiese apoderado de su tierra, de una de sus extremidades, de la vida de algún vecino, hermano, padre, madre; o hijo. Una zarpa que puede extenderse desde el campo a las ciudades, de pasar por encima de vidas ajenas, indiferente a cualquier sentimiento paternal. La misma que se llevó hace trece años al hijo de Jaime Jaramillo Panesso, Fidel, en el municipio de La Unión.



La tarde reluce en las hojas. Cubre y alivia el forraje del que el ganado se alimenta. La brisa del campo refrescaba la piel con helada sutileza, pero el calor de la vereda no era el que lo hacía sudar. Las figuras examinan sus palmas, señalan su vestimenta. Por un instante suena el chasquido de algo metálico. Del grupo sale una mano que a gritos y forcejeos lo sitúa frente al cañón del Galil.

A 83 kilómetros de distancia, el hombre no puede sino ignorar cómo su vida se le escapaba…

***

I. Jaime

Eran las 6 de la mañana, y la oscuridad ya retrocedía con los primeros indicios del amanecer. Aún no era el momento para que el despertador sonara, y sin embargo, un sonido estrepitoso ya asediaba el sueño desde la mesa de noche.

El día anterior, 18 de marzo de 2002, el doctor Panesso se encontraba en su oficina desde las ocho, seleccionando de entre el montón los recortes de periódico que tuvieran que ver con el tema de la violencia guerrillera. Era parte de su rutina diaria para ampliar el archivo de la Comisión Facilitadora de Paz de Antioquia, que él mismo había ayudado a fundar siete años atrás.

Cada cierto tiempo, el doctor cogía el teléfono para intentar contactar al director de la cárcel de alta seguridad de Itagüí, el encargado de conceder los permisos de visita a la prisión donde estaban retenidos los líderes y voceros guerrilleros: del ELN, Francisco Galán y Felipe Torres; y del EPL, Francisco Caraballo. El encuentro continuaría el debate que llevaban la Comisión y los excombatientes desde hacía cuatro meses sobre la posible creación de una Convención Nacional que acercaría al gobierno y al ELN.

Su oficina era uno de los cubículos 3x2 metros cuadrados que ocupaban el octavo piso del edificio central de Comfama, en la carrera 45 con la calle 50 en el centro de Medellín. A la derecha del teléfono, la computadora HP tenía pestañas abiertas con los sitios web de varios periódicos nacionales e internacionales, y en la parte derecha solía haber un espacio destinado a escribir anotaciones, que desapareció para acomodar las distintas noticias que esa tarde escudriñaba. Lamentablemente, el doctor no podría predecir que en el repertorio final del archivo estaría lo que acababa de ocurrir en aquella tarde del lunes, 18 de marzo.

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Aún aturdido por el despertar abrupto, logra alcanzar el aparato. Desde la otra línea le contesta Maribel, la esposa de su hijo Fidel Jaime Jaramillo Galvis. Su hijo lleva 21 horas desaparecido, le informa con inseguridad. Partió el día anterior desde su casa en El Retiro hacia La Unión, un municipio lechero ubicado en la tristemente célebre provincia del Oriente antioqueño, para hacer supervisión de los préstamos del Banco Agrario. La zona se había convertido en el centro de operaciones de los frentes 9 y 47 de las Farc, y el Carlos Alirio Buitrago y Bernardo López Arroyave del ELN. El cultivo exponencial de minas antipersona que vino con ellos prevaleció sobre los de hortalizas, frijol y papa, y la región pasó de ser una provincia de brillante capacidad agrícola a convertirse en el mayor generador de lisiados del país. Entre 1990 y 2007, de las 6.637 víctimas por minas antipersona en todo el país, 1.520 fueron exclusivamente del Oriente antioqueño.

Cuando terminó de hablar, Jaime trató de calmar la preocupación de su nuera prometiéndole que él se encargaría de buscarlo. No obstante, el tono pacificador también servía como "tapadera" para ocultar la suya. Y él sabía qué la originaba, puesto que para ejercer la profesión de comisionado de paz, hay que familiarizarse con las atrocidades que se han engendrado en las zonas de influencia guerrillera: “Secuestro de civiles por parte de la insurgencia”, “Niño o adulto pierde miembros de su familia o de su cuerpo por pisar una mina”, “Fuerzas insurgentes toman una población y enfrentándose al Ejército dejan su saldo de civiles muertos”, titulares generalizables. 1994 en Urabá, miembros del frente 5 de las Farc, supuestamente por retaliación o por cumplir con la lista de personas a dar baja, disparan contra una multitud y dejan 35 personas asesinadas. 1998 en Segovia, la detonación del Oleoducto Central de Colombia por el ELN en las inmediaciones de Machuca ocasionó un incendio que se cobró la vida de 84 personas. Son solo algunos de los hechos que componen el archivo de la Comisión.

Colgó y volvió a coger el teléfono para marcar otro número. Mientras le informa sobre lo sucedido a su esposa Verena al otro lado de la cama, poco se imaginaba Jorge Ignacio Castaño, amigo y compañero de la Comisión, que en vez de sentarse en la silla de su oficina esa mañana, lo haría en el asiento de un auto camino a La Unión.


II. entre pinos y veredas

Jorge llegó por él a las siete. Había solicitado el vehículo a Juan Diego Granados, director del piso de sus oficinas: un Mazda 323, beige, con su propio chofer.

Tomaron la vía Las Palmas, por la montaña, para atravesar el municipio de La Ceja. Fue allá donde las autoridades les informaron que el día anterior, la guerrilla había cometido una masacre en una de las veredas de La Unión. Sin embargo, una masacre era dato insuficiente como para que se precipitaran a sacar conclusiones, y menos cuando la identidad de las víctimas era desconocida. No obstante, este raciocinio no impidió que el mismo mal pensamiento se les viniera a la cabeza.

El coche serpenteaba de un lado a otro, rodeado por pinos que se sucedían en hileras por la ventana, mientras avanzaba por las curvas de la carretera. El cielo estaba nublado, hacía frío, pero no llovía. La misma atmósfera lúgubre o deprimida se percibía en el interior del carro: un silencio solo perturbado por los ruidos exteriores, una tos, otro auto, el sonido de las llantas en el pavimento… una calma que la mente de Jaime no compartía.

Estaba secuestrado. O estaba herido. O estaba secuestrado y herido. Si solo era lo primero, debía esperar por alguna petición de la guerrilla o contactar a algún testigo para poder hacer cualquier cosa. Pero tenía que estar secuestrado, porque si solo estuviera herido ya hubiera contactado a alguien. Significaba entonces que lo habían retenido y que podría estar herido. En tal caso, ¿Lo maltrataron durante su captura? ¿Qué tan grave era la herida? ¿La estaban tratando adecuadamente? De todas formas debía esperar. Quizá no estaba herido, quizá ni lo habían secuestrado… podría estar muerto. En tal caso, ¿Dónde estaba el cadáver? ¿En qué condiciones se encontraba? ¿Qué razones había para que le hicieran algo así? 

O podía seguir vivo. 

Pero si estaba secuestrado, o secuestrado y herido, debía esperar algún aviso de la guerrilla, o hablar con alguien que hubiera visto algo. Luego podría usar su condición de comisionado para interceder por él. Además, Fidel les diría que él era su hijo, pero ¿les sonaría el nombre de Jaime Jaramillo Panesso? Posiblemente a los comandantes, ¿pero al guerrillero raso? Improbable. Entonces era seguro que estaba secuestrado, o estaba muerto. ¿Dónde lo tendrían retenido? ¿Qué trato estaba recibiendo? ¿Cuáles serían las exigencias de la guerrilla, si es que había alguna? Porque podría estar muerto y en tal caso no habría exigencias. ¿Cómo estaba entonces el cadáver, dónde estaba, cómo lo transportaría? ¿Había cadáver? Si estaba vivo y secuestrado ¿estaría bien, lo habrían lastimado? Tal vez lo habían lastimado en el secuestro y ahora mismo lo seguían tratando en el campamento. Debía esperar entonces por alguna señal. Pero, ¿qué pasaría si la herida había sido mortal? Entonces estaba muerto. 

Podría estar muerto…

El ciclo se repitió, una y otra vez, en la hora y media que duró el viaje.

A las 9:00 a.m. vieron el aviso de “Bienvenidos a la Unión”. El pueblo no relucía por su dinamismo, ni por la cantidad de gente en la calle. No obstante, alguno entre los pocos que salieron esa mañana pudo darles indicaciones sobre el lugar donde se llevaba a cabo el velorio de una de las víctimas de la masacre. A esas alturas, la noticia ya estaba en los oídos de la mayoría de los unitences.

En la casa de un piso con techo de tejas y paredes de ladrillo revocadas estaban reunidos algunos conocidos y familiares del fallecido Julio César Castro Ruíz, quienes habían traído al difunto por sus propios medios. A Jaime y a Jorge los recibió uno de los amigos, hombre treintañero de vestimenta campesina, que sin mayor detalle contó que la tarde del día anterior, miembros de la guerrilla de las Farc se tomaron la vereda La Linda, donde figuraba la propiedad del campesino Antonio Marulanda Valencia. A quienes alcanzaron a ver en esos predios, fuera trabajador o transeúnte, lo agruparon con el resto frente al sendero. De los retenidos sacaron a tres personas, entre ellas el mismo Antonio Marulanda, y uno a uno los fusilaron. En su arremetida, los insurgentes tomaron como prisioneros al menos a diez campesinos, obligaron al resto a abandonar la tierra, y no contentos con ello, dinamitaron la truchera de la propiedad, se apoderaron de tres cabezas de ganado, y la moto de uno de los muertos. Allí donde cayeron fueron abandonados los cuerpos del señor Marulanda, el de su trabajador, Julio César Castro Ruíz… y el de un auxiliar del Banco Agrario.

Al vacío de la esperanza lo llenó un sabor amargo. Por más de un día, Fidel no había aparecido, en ese intervalo hubo una masacre en la zona donde se suponía que estaría trabajando, y entre los asesinados había uno que no por coincidencia tenía la misma profesión. Lo último fue lo necesario para abandonar el resto de los escenarios, dejar la duda y asumir la realidad; cerrar el ciclo. 

Fidel estaba muerto.

El cadáver seguía allá, pero no podían ir por él. Las familias y amigos de los dos unitences asesinados se habían encargado solo de sus muertos. El alcalde y las autoridades les advirtieron que la guerrilla aún estaba en la zona y penetrarla era arriesgarse a que les echaran mano. Sin embargo, un vehículo que quizá respetarían sería el coche de la funeraria local, a unas cuantas calles de donde se encontraban. Con ella hicieron un contrato de un millón de pesos por la recogida, arreglo y transporte del cuerpo.

El auto salió a las once pasadas. El grupo se quedó en el pueblo, en las inmediaciones de la morgue. Para Jaime ya no había nada qué hacer, más que esperar.



III. El golpe y el adiós

Primero le derribó las cejas.

Luego, hundió su garganta. Entrecortaba la respiración.

El ceño y el rabillo de los ojos no le resistieron el peso de la piel.

Su cara se sonrojó. Tambalearon los labios, las comisuras, las mejillas y los pómulos, cuando a través de sus lentes se vislumbró el brillo húmedo del dolor paternal.

Tres tiros en el tórax mancharon de rojo la camisa y la chaqueta. El cuarto impacto fue en el occipital. Estaba tendido en la mesa de la morgue, en la mitad de la sala, acompañado por su padre, Jorge Ignacio y Juan Fernando Jaramillo, su hermano. 

Abandonaron el cuarto para que el encargado de la morgue pudiera hacer los debidos arreglos. Afuera, Jaime habló con ambos. El cuerpo debía cremarse, para evitar la descomposición, pero había una razón mayor: para que su madre Lucía no lo viera en ese estado. Cuando el hombre finalizara, lo llevarían en el mismo coche de la funeraria al crematorio de Rionegro, como le había notificado a Maribel, y al resto de la familia. Pero había otro asunto por resolver. Por ley, la condición de un cadáver como víctima de muerte violenta impide cualquier alteración o ritual fúnebre sin la autorización de un fiscal. Fue por Jorge Ignacio y sus contactos con los funcionarios de La Ceja lo que evitó que quedaran encallados en el pueblo a la espera de una autorización, como quizá habrá ocurrido con la mayoría de las víctimas de minas, y los 230 homicidios por grupos armados en el Oriente antioqueño registrados hasta el año 2009.

Iban en su Mazda, en caravana con el auto de la funeraria. El reloj marcaba las 4:30 de la tarde, y aun así, aquella atmósfera familiar había sobrevivido las horas. La misma de las nubes deprimentes... del rozar del pavimento... la del verde paisaje y el silencio grupal. En La Unión, se quedó la esperanza.

Después de una hora llegaron al crematorio de Rionegro, al que acudieron otros tres miembros de la familia y el gerente del Banco Agrario de La Unión junto a su secretaria. Por último, llegó Maribel, que había dejado a sus hijos de 6 y 10 años en su casa en El Retiro. 

La ventanilla del ataúd permitía ver la parte superior de Fidel. Estaba reposado, con sus manos en el vientre, llevaba una camisa beige y mantenía el rostro inexpresivo, pero limpio; un golpe en un párpado era el único asomo de las heridas de muerte. En la cámara se hizo una breve homilía. Luego vinieron las oraciones, especialmente de las mujeres, los comentarios contra la guerrilla, y los sollozos generalizados; hasta que Jaime anunció que había llegado el momento.

Congregados frente al féretro y en completo silencio, observaron el cierre de las compuertas de acero.


IV. Fidel

(Con fragmentos de "Esta es mi cuota, camarada Karina"). 


“Montaba en el lomo de una vieja motocicleta que cuidaba con esmero porque, en su oficio de tecnólogo agropecuario, era su fiel amiga. Ella lo integraba al paisaje, le ruñía las piedras del camino, lo sacaba airoso de las quebradas que se cruzaban en las carreteras secundarias, lo esperaba en las gordas visitas a los potreros, a las marraneras, a los cultivos de papa, a los gallineros, a los hatos lecheros”.


Luisa, su hija menor, se había quedado atrás, en la entrada de la escuela. Él se ofreció a llevarla esa mañana y siguió por la ruta de siempre, para tomar la carretera que lo llevaría fuera del pueblo.


“En las callecitas de El Retiro dejaba el vapor de cada mañana para cumplirles a los campesinos de veredas inaccesibles su cita con las recomendaciones, para una mejor producción de verduras o para extirpar las garrapatas, o para un mejor parto de las vacas, o para que el perro aliviara su renguera después de que perdiera media oreja además, en una riña con la perra del vecindario”.


Ronroneaban el motor, y las llantas con el roce del asfalto blanco y caliente de la tarde, en el sendero de curvas ascendentes y sus veredas colindantes. Vientos fríos golpean cuerpo y cara; la chaqueta ondula, inquieta. Viaja entre colinas verdes y jardines florecidos; vallas, matorrales y bosques se suceden por el camino. Cerca o lejos ven las casitas, las fincas de los hacendados, los ganaderos y de vez en cuando algún agricultor.

Detúvose en una de ellas. Gira la llave y la montura se aplaca. Siente el fresco en la cabeza al bajar y quitarse el casco. Con libreta en mano se le presenta al dueño con esa confianza característica que tiene para tratar hasta a los recién conocidos. Camina junto al campesino, recorren las instalaciones, mientras le expone lo escrito en su agenda. Su explicación llana de las instrucciones agropecuarias lo hace una especie de traductor del lenguaje técnico al coloquial. Con el sol en la frente, los acompañan los sonidos de su voz y las pisadas secas; paso a paso, a un ritmo constante, con la bota hundiéndose en la tierra, las hojas y las piedras, uno a uno.

Nuevas pisadas opacan el compás con marcha violenta. De las cercanías salen los camuflados con las bocas negras de los fusiles que apuntándoles les gritan para que alcen las manos. Obedece anonadado con la respiración agitada y el corazón estremecido. Uno de ellos los requisa rápida y bruscamente. Con la misma agresividad lo interrogan sobre su presencia en la vereda, su respuesta es honesta y su compañero lo confirma. Lo recorren de arriba a abajo con mirada inquisidora, siente cuando el frío se esparce desde la punta de los dedos hasta casi llegar al hombro.


“…vieron sus botas pantaneras, sus cuadernos de apuntes…”.


Su interior se constriñe cuando lo llaman “paraco”.

Salta en su defensa, repite su cometido en la vereda, pero la vestimenta y falta de callos en las manos son pruebas irrefutables para la lupa de la Revolución.


“Nada indicaba que fuera su enemigo de milicias…”.


Encañonados los agrupan junto con otros campesinos también atrapados en la tempestad guerrillera. A pasos imprecisos lo hacen pararse de cara al sendero. En su interior se forma una espesura; una maraña con raíces espinosas y trepadoras, que desde el centro del pecho trata de llevarse los músculos de la cara, el cuello, los hombros y el abdomen, cuando aquel ojo negro a su espalda se levantó para mirarlo fijamente...


“No hubo combate de especie alguna. Ningún habitante de la vereda estaba armado”.


Tal vez así murió Fidel, mi hermano.

Anexos:

Imagen introductoria: "Amanecer en la Unión Antioquia" de Mauricio Agudelo en http://co.worldmapz.com/photo/3101_es.htm

Información - Víctimas de las minas antipersona: http://www.accioncontraminas.gov.co/estadisticas/Paginas/victimas-minas-antipersonal.aspx

 y 

http://www.soho.com.co/zona-cronica/articulo/minas-antipersona-segunda-parte-cronica-de-alberto-saledo-ramos/9016

Información - Cifra de muertos por la guerra:

http://internacional.elpais.com/internacional/2013/07/24/actualidad/1374677621_928074.html

http://web.usbmed.edu.co/usbmed/formacion/docs/victimas.pdf

Imagen Jaime Jaramillo Panesso:

https://www.youtube.com/watch?v=KDcsSg1Zdm4