Los rastreadores de agua


Martha Irene Mamani Velazco / m.mamani@ftierra.org

El acceso al agua es una lucha silenciosa que se intensifica en las comunidades andinas. Los pobladores de Rosa Pata aprendieron a convivir con fuentes de agua que tienen fechas de caducidad y ríos que dejan de ser ríos.

Los pobladores de Rosa Pata –una comunidad campesina típica del altiplano paceño– están inmersos en un nuevo proyecto. En la cima de una colina conocida como El Calvario levantan una iglesia comunal. Varios hombres vestidos con ropas desgastadas por el constante uso, trabajan afanosamente en la obra y apenas descansan para pijchar hojas de coca. Se entregan a su labor como si la iglesia fuera una necesidad de primer orden. Pero mientras sus manos mezclan el cemento, una gran preocupación invade sus mentes desde hace una década y, según cuentan, les ocasiona un insomnio prolongado: el agua que escasea. Relatan que la falta de agua para el consumo en el hogar y para llenar los bebederos de los animales es un dolor de cabeza. Aseguran que los ríos, vertientes y pozos de agua se están secando a la vista de todos.

La carencia de agua para consumo es un problema generalizado en el altiplano de Bolivia. Según los datos del Censo Nacional de Población y Vivienda de 2012, en el sector rural del departamento de La Paz, el 47% de la población accede al agua por cañería de red y el resto depende de otras fuentes de agua como pozos, piletas públicas y lluvias, ríos, vertientes y acequias. Es decir, más de la mitad de la población de las áreas rurales del altiplano paceño, usan agua proveniente de fuentes hídricas naturales que cada vez son más escasas. Diferentes estudios afirman que el principal factor para la carencia de agua –que también pone en apuros a las grandes urbes como sucedió con la ciudad de La Paz en el 2016–  es el cambio climático. El aumento de las temperaturas se acelera y las precipitaciones son irregulares. Todo esto provoca la reducción y desaparición de las fuentes hídricas, como sucedió hace dos años con los lagos Poopó y Uro Uro.

Nieves Flores destapando su pozo de agua

 Doña Nieves Flores y su familia viven de la actividad lechera. Cada día elabora quesos criollos y cada domingo, al alba, lleva a la feria de Tiwanaku para vender a las intermediarias, rescatistas y compradores ocasionales. Con actitud vivaz y colaboradora, se empeña en mostrar su pozo de agua. Es una construcción de cemento enclavada al borde de una vertiente agonizante. Explica sin mayores complicaciones, "de aquí tomamos nosotros".

El pozo de cemento de la familia de doña Nieves no tiene más de dos metros de profundidad, por lo que es fácil observar la exigua reserva de agua que contiene. Ella mira dentro del pozo una y otra vez. "Clarito está bajando el agua, ¿ves?" dice, apuntando con el dedo hacia el fondo de la excavación. Sabe que un día cercano el pozo de cemento se secará por completo, al igual que el anterior que intentaron rehabilitar sin resultados. Por un momento se paraliza, se la ve preocupada y hasta se siente su impotencia ante el hecho de que sus vertientes y fuentes de agua se van secando irremediablemente. Pero se recupera pronto, al final de cuentas su vida siempre estuvo signada por historias de carencias de agua y confía en que encontrarán otro lugar donde construir un nuevo pozo.

Nieves Flores no es la única persona que explora sus tierras con la ilusión de hallar indicios de nuevas fuentes de agua no explotadas o que pasaron desapercibidas, sino que esta es una práctica cotidiana de los comunarios de Rosa Pata. Pero, ¿desde cuándo los pozos de agua tienen fechas de caducidad cada vez más acortadas? Algunas familias dejaron de hallar nuevas fuentes de agua en sus tierras y no teniendo más posibilidades han tenido que buscar algún arreglo social con las familias vecinas para no quedarse sin el líquido elemento. Los conflictos entre familias escalan de nivel cuando los pozos de agua son insuficientes para apaciguar la sed de los animales y para llenar de agua los recipientes vacíos que esperan su turno desde la mañana.

Lo que más le aterra a doña Nieves es que un día desaparezcan por completo los ojos de agua en sus tierras y sus animales se queden sin agua para beber. No le preocupa los 500 metros de camino que debe recorrer cargando agua todos los días entre el pozo de cemento y su vivienda. No es de su mayor preocupación. "Al final solo somos dos", dice con cierta ironía y amargura pensando en su marido y los hijos que ya se marcharon a la ciudad. Al igual que sus abuelas y tatarabuelas, ella cargó agua todos los días desde que tiene uso de la razón. La diferencia es que antes acarreaban agua en vasijas de barro y ahora disfrutan de las ventajas que ofrecen los bidones de plástico, más cómodos y livianos. Aunque ahora su esposo es quien tiene a su cargo la tarea diaria de trasladar agua en bidones, su vida sigue girando alrededor del pozo, especialmente cuando debe lavar ropa y utensilios de cocina aunque, por supuesto, la cantidad de prendas lavadas no depende de su voluntad ni necesidad sino de la cantidad de agua disponible. Hace tiempo que enjuagar generosamente las prendas dejó de ser una prioridad.

—Ahí tomaban mis animales, pero ahora les llevo a otro lado, aunque allá igual el agua quiere desaparecer —dice pensativa, mostrando un bebedero de agua, también hecho de cemento, para sus vacas y ovejas. Esta fuente que solía saciar la sed del ganado, ahora es una batea abandonada.

—Ahora estamos bien nomás, aunque poco pero hay —dice con nostalgia la mujer de más de 60 años. —Nuestros ganados tienen agua pero cuando llega el awti pacha (la época seca) es cuando realmente se sufre de agua.

Y tiene toda la razón. Entre mayo y noviembre, los ríos, riachuelos y vertientes de agua se secan y los primeros afectados son las ovejas y las vacas. Es la época en que las familias de Rosa Pata arrean sus ganados incluso por horas en busca de fuentes de agua. Y es cuando invocar por la llegada de la lluvia se hace una práctica religiosa. "A veces las ovejas duermen sin tomar agua… por eso salimos a los cerros a realizar nuestros rogatorios a Dios y toda la comunidad ayuna. Recién llega la lluvia y vuelve a la normalidad. Pero en los últimos años llueve muy poco".

Ciertamente la disponibilidad del agua depende de la época del año. En la época de lluvias los reservorios se llenan y la vida vuelve a las tierras inhóspitas de esta comunidad altiplánica. Pero la gente percibe que algo anormal sucede y los científicos así lo confirman. Las temperaturas máximas aumentan, los suelos se secan más, las vertientes desaparecen. La época lluviosa que comenzaba en octubre, se retrasa a noviembre, incluso diciembre. Las lluvias se concentran entre enero y febrero. Estos cambios hacen que los ríos se llenen de agua bruscamente, en algunos casos los desbordes inundan tierras de cultivo, pero la abundancia se desvanece con los primeros días de sol entre abril y mayo. Esto, además de poner en riesgo la disponibilidad del agua para el consumo, también arriesga el ciclo de producción agrícola porque la agricultura a secano (cebada, haba y avena) depende directamente de las lluvias y su distribución en el tiempo.

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Pileta de agua que hoy es un "monumento decorativo"

Don Manuel Arteaga hace varios años que dejó de usar la pileta de agua que tiene instalada en el patio de su vivienda. Al lado, también en desuso, está el bebedero de sus ganados.

—Yo no tengo agua –dice– mientras pasa de un lado de su boca al otro el bolo de hoja de coca que mastica. Rememora que un día su hermano le cortó el agua sin siquiera avisarle y luego se enteró que la vertiente de donde captaban agua se había secado, aunque –según él– su hermano sigue recibiendo agua en su pileta y es por eso que a veces reniega contra él. Desde aquel entonces su pileta de agua es otro "monumento decorativo" más. La batea de cemento ahora está llena de tierra y de vez en cuando sirve para colocar algunos trastos que necesitan liberar las manos atareadas de los esposos Arteaga Flores.

Una parte de las familias de Rosa Pata se benefició hace años de piletas instaladas en el patio de sus viviendas. El agua de las vertientes de la comunidad fue canalizada como parte de un proyecto estatal para instalar una red de cañerías. Pero a medida que el flujo de las vertientes disminuía las piletas también caducaron. De hecho, hoy la mayoría de las instalaciones no funciona. Las familias cuyas piletas aún surten agua, viven en constantes disputas y rencillas –que tienden a crecer– con los dueños de las tierras donde se originan las vertientes. Estos propietarios, al ver cómo las fuentes de agua se van secando, desesperados ejercen presión para disminuir el número de usuarios y en el peor de los casos han restringido el acceso al líquido elemento a las familias más alejadas. Por su parte, los usuarios, aunque con cierto temor y hasta 'vergüenza', creen tener el derecho de acceder a las fuentes de agua por más que sean “ajenas”.

—Es que el agua es de todos, sale de la tierra —dicen. De ahí que los conflictos y los reclamos por este recurso son permanentes en las reuniones comunales a las que asisten sin falta cada mes.

Pero don Manuel no echa de menos su pileta en desuso. "Afortunadamente mi familia tiene una vertiente", dice con cierto orgullo que no puede ocultar por las chispas del alcohol del día anterior. "Ésta nunca se seca, se mantiene constante en toda época, ni en awti pacha baja. Es de mi propiedad, está en las tierras que heredé de mis padres, y mis padres heredaron de mis tatarabuelos. Mis tatarabuelos de aquí tomaron también. Aquí siempre hubo agua. Lo único malo es que está lejitos de mi vivienda".

La familia de Manuel Arteaga es de las pocas con suerte. A diferencia de la propiedad de doña Nieves, su fuente de agua no tiene ninguna mejora de cemento. Prefiere mantener en su estado natural, sin ninguna modificación. De boca de algunos comunarios escuchó que cuando se echa cemento a la vertiente, el agua desparece. Pero don Manuel sigue imaginando y recreando, una y otra vez, su sueño de instalar un tanque de agua lo suficientemente grande, y si fuera posible hasta conectaría un pedestal con grifo, para nunca más tener que cargar agua los mil metros que separan la vertiente de su casa. Pero no se anima hacerlo, en parte por el temor a la creencia del uso del cemento y en parte porque necesita dinero para la obra, la motobomba y posteriormente para el pago mensual del consumo de energía eléctrica.

Tiene dos pozos artesanales a poca profundidad y casi unidos uno al otro. El pequeño está destinado para el consumo humano, no es agua potable ni se han hecho estudios de los minerales que contiene, pero tiene la calidad y cantidad requerida por su familia. La única mejora consiste en el borde de piedras para no ensuciar con tierra la fuente cristalina. El pozo más grande está destinado para los animales, en los atardeceres vacas y ovejas sedientas arriban por el sendero serpenteante.

El comunario con dos pozos tiene presente en su mente los relatos recientes sobre un trámite que había iniciado la comunidad para adherirse al Programa gubernamental "Mi Agua V". Tendría una pileta de agua sin construir el tanque soñado ni pagar el gasto de energía eléctrica para el funcionamiento del motor de agua. Incluso ya tiene identificado el lugar donde llegaría la pileta con la subvención estatal, la parte trasera de su vivienda donde ahora almacena sus cosechas de papa, cebada y haba. Pero cuando escucha que tendrá que pagar una tarifa mensual, su rostro cambia a un gesto de asombro y descontento. No concibe la idea de pagar por algo que desde sus ancestros ha tenido sin costo. Se queda pensativo.

—A mí me cobran harta plata por la energía eléctrica y eso que nosotros (él y su esposa) consumimos casi nada, ahora voy a tener que pagar por agua también, eso me desanima. No alcanza la plata, nosotros solo vivimos de la chacra, a veces vendemos los animales, pero no es pues todos los meses.

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Doña Alejandra cosechando sus papas

Doña Alejandra Arteaga hace 20 años vive en la ciudad de El Alto, pero aun visita con frecuencia la tierra que le vio nacer: Rosa Pata. Si bien no vive de manera permanente en ese lugar, no está desvinculada por completo. Mantiene un pie dentro de la comunidad y el otro en la ciudad. Esta condición de "doble residencia" de alguna manera le da chance de mantenerse al margen de los problemas comunales. No obstante, la disminución de agua también es algo que ella y otros residentes advierten cada vez que vuelven a sus tierras. Ella no solo está al tanto de las penurias que sufren sus familiares, sino vive en carne propia las consecuencias y su condición de mujer le expone aún a otros obstáculos.

Mientras cosecha la papa nativa con la esperanza de terminar esta labor antes de que el sol se esconda, la mujer de más de 50 años relata que quiere transformar una parte de su cultivo. Se trata de su primera cosecha desde que falleció su madre. Pensando en la comida de su familia, quiere hacer tunta (papa deshidratada en agua) con las papas luk'i que tienen un sabor amargo y conservar las papas qhini o imilla (papa harinosa). La transformación de la papa a la tunta necesita de vertientes de agua o ríos donde dejar remojar las papas heladas por al menos tres semanas, pero en su sayaña o parcela de tierra de no más de cuarta hectárea, recién heredada, no existe ninguna pileta ni mucho menos vertientes de agua. Sin embargo, Alejandra es creativa y se inventa soluciones.

—En cuanto termine de escoger las papas voy a llevarlas donde mi suegra, a Suriri (comunidad aledaña a Rosa Pata). Allá si hay agua. Si aquí hubiera ríos me quedaría aquí nomas, hasta que sequen mis tuntas y chuños también, pediría a mi hermano que me aloje en su casa.

En las comunidades andinas procesar una parte del cultivo de papa es una práctica común con el objetivo de abastecerse de alimentos para los años venideros. La tunta es uno de los productos que se obtiene luego de congelar las papas en las noches de invierno, remojarlas en agua corriente del río hasta eliminar su sabor amargo (glicoalcaloide) y luego secarlas al sol. En Rosa Pata los ríos secos han comenzado a limitar estas prácticas andinas pero no las eliminaron por completo. Gracias a la creatividad colectiva, algunas más complejas y sacrificadas que otras, en las meriendas familiares y comunitarias todavía se saborean las tuntas blancas. Una parte de las familias, al igual que doña Alejandra, recorren kilómetros cargados de sus cosechas en busca de sus parientes que disponen de agua y la otra parte, inventan zanjas y pozos de agua para depositar sus gangochos (bolsas) de papa helada.

Cansada por la faena de la cosecha, doña Alejandra se yergue y rememora su vida en la comunidad.

—Antes cuando era niña esos ríos desbordaban. El río Horno Jawira que atraviesa por casi toda la comunidad, en temporadas de lluvia era bien lleno, hasta se llevaba cultivos. Nunca se secaba. Ahora los ríos están llenos de ichus (pastos andinos). Nosotros (su familia) aparte del río Horno Jawira, bebíamos del pozo de allá atrás. De ahí cargábamos agua en yurus (recipientes hechos de barro) para cocinar y lavar.

El pozo de la familia pasó a ser propiedad de uno de sus hermanos que vive en la comunidad. Desde que fallecieron sus padres, casi todas las tierras familiares pasaron a manos de sus hermanos, incluyendo las fuentes de agua. El acceso al agua está estrechamente vinculado con el acceso a la tierra. Así como el acceso a la tierra no es neutral en términos de género, tampoco lo es el acceso al agua. Doña Alejandra al no tener derecho propietario dentro de la comunidad, no tiene posibilidades para enlistarse entre los beneficiarios del nuevo proyecto estatal de agua. Su familia no está registrada en la lista comunal. La migración forzada la despojó no solo de su voz y voto dentro la comunidad sino también del acceso al agua, el elemento esencial para la vida.

A pesar de todo, Doña Alejandra anhela el retorno pleno a sus tierras. Por lo pronto quiere construir una casita en su pequeña parcela y luego dará batalla por el acceso a una fuente estable de agua.

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Don Blas Arteaga junto a la batea de agua que nunca cumplió su función

Don Blas Arteaga es otro comunario de Rosa Pata entrado en años, quien sin poder ocultar una delatora sonrisa cuenta que su familia consume agua robada. Tiene la ventaja de vivir cerca de la pequeña escuela de Rosa Pata donde hay una pileta de agua funcionando. Su familia nunca tuvo vertientes en sus tierras ni mucho menos alguna pileta de agua. No siempre vivió del agua de la escuela. Su familia tenía acceso al río Ithapalluni que baja serpenteante de la quebrada, pasando por los alrededores de su casa y hasta desembocar en el río Horno Jawira. Pero este hace tiempo que dejó de ser fuente de vida. En su lecho crecen arbustos y quedan piedras. Desde entonces tuvo que hacer peripecias para encontrar otras fuentes de agua.

Don Blas hace unos años atrás construyó una batea de cemento como bebedero para sus animales en pleno lecho del río Ithapalluni. Su idea, práctica y quizá innovadora, simplemente consistía en que la batea se llene automáticamente con la corriente del río. Su proyecto nunca se concretó del todo, ni la batea cumplió su fin. La tierra arrastrada por el viento se apoderó de su obra. Es que en el río Ithapalluni el agua no ha vuelto a fluir como antes, excepto en épocas de lluvia cuando intenta sin éxito recobrar vida. Ver la batea sin agua casi siempre le desanima, hasta le da ganas de marcharse lejos de su comunidad pero su avanzada edad se lo impide. Se arrepiente de haber abandonado su condición de beneficiario del proyecto de colonización en las tierras del oriente de Bolivia, allá por la década de los sesenta. Pero por otro lado la esperanza se apodera de él. Habla de nuevas iniciativas, de amuyus (pensamientos) –dice él– y debatir con los comunarios. Pero muchos no quieren saber más de experimentos y cada quien tiene sus preocupaciones. Recientemente se enteró que en las comunidades aledañas construyeron represas en los cerros, lo suficientemente grandes como para almacenar agua para todo un año y decenas de familias. Blas es un visionario que entre sus anhelos ahora tiene la construcción de una represa que se ubicaría en la cima del cerro para toda la comunidad.

—No es por exagerar —dice la hija de don Blas, una mujer joven con mirada aguda. Pero en tiempos de la hacienda, Rosa Pata era una comunidad importante y estratégica para las demás comunidades. Aquí se fundó la primera escuela y se instalaron las ferias más grandes que aglutinaban a productores de diferentes regiones de los yungas, Sorata, valles. Podías encontrar de todo: papa, chuño, aricoma (yacón), fruta, granos, lanas de llama y oveja, platos de barro, sal, entre otros. Al parecer no exagera porque el nombre de Rosa Pata habría tenido su origen en la palabra aymara losa pata (losa: barro, pata: altura.), es decir, el lugar de losas en referencia los platos y utensilios de cocina de arcilla que se vendían ahí, en ferias de la época de la hacienda.

Para la mujer joven es increíble que Rosa Pata ahora sea la comunidad atrasada en comparación con las otras vecinas, las cuales gozan de mayores ingresos porque aparentemente tienen más tierras productivas y se han convertido en productoras lecheros. Sobre todo Rosa Pata ha quedado aislada del camino troncal entre Tiwanaku y La Paz.

Antes en Rosa Pata las familias acostumbraban dar de beber agua a sus ganados dos veces al día, la primera vez en la mañana y la otra en la tarde. Pero estas dinámicas en contextos de desabastecimiento de agua fueron transformándose. Ahora solo por las tardes la comunidad hierve de buscadores de agua. Mujeres, hombres, los pocos niños y jóvenes que quedan allí, se movilizan para abastecerse de agua para su consumo familiar y para sus ganados. Ovejas y vacas son arreados a vertientes y riachuelos. Otras familias con pozos de agua generosos optan por llenar sus bebederos con agua mientras los animales se impacientan y se preparan para asaltar el bebedero.

Don Blas también está pendiente del proyecto "Mi Agua V". Su esperanza está depositada en una piedra pintada con números rojos cerca de su casa. Es un código que marcaron los técnicos del proyecto. Cuando le pidieron indicar el lugar donde quiere ubicar la pileta, él no dudó en señalar la batea de agua que había construido años atrás. Nunca estuvo dispuesto a que su esfuerzo sea insulso y esta parece ser su oportunidad.


Los rosapateños, después de tantos acuerdos y desacuerdos, idas y venidas, finalmente consensuaron embarcarse en los papeleos y trámites, allá en la ciudad de La Paz, para acceder al programa estatal "Mi Agua V". No saben con certeza cuándo comenzarán las obras. El costo del proyecto supera los dos millones de bolivianos. La comunidad no tiene ese dinero pero están dispuestos a trabajar en la obra de captación de agua de la vertiente Cien Jawira, cuyo caudal es buen augurio para sus familias.

—Puede abastecernos de agua para toda la comunidad y por varios años. Ojalá nunca se seque —comenta don Blas con esperanza.

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